Largo rato se sostiene una conversación con la conciencia, iniciada con el "tema" (para sonar con jerga actual) aquel de la muchacha gringa que desde hace unos cuantos años no "produce" basura (léase plásticos, papel, residuos de difícil digestión para el planeta). Pues esta jovencita, con gran acierto, ha decidido lavarse los dientes con cepillo hecho en bambú (y hacerle la publicidad a la marca ecoamigable en su blog), y usa la copa (también sale el vínculo, para aquellas que no se han convencido aún de sus beneficios), y así salirse de este sistema que tan atrofiados nos tiene a los terráqueos (haciéndole tan mala leche a la que nos da de comer). Además de ello no tiene auto para no contaminar el aire con los gases de los exhostos, ni para contribuir con la guerra del petróleo.
Pero la conversación con la conciencia no aparece ahí, con todo esta labor digna de aplausos y de reconocimientos, el tema comienza cuando aparece la posibilidad de que lo que en el fondo hay, y se hace, es propiciar una lejanía, distancia, o diferido, en la responsabilidad de los actos, un solazarse en la capacidad de negarse a tocar los agentes contaminantes (y volver a la eterna imagen del Poncio que se lava las manos, para que sean otros los que hagan el trabajo sucio, Joe), para pasar al plano de quien utiliza y usa lo que otros venden como redención de nuestra condición pecadora y banal. En cambio, se siente bien cuando hacemos el gasto (el apoyo, se dice) al restaurante que da trabajo a las madres cabeza de familia, o a los negritos esos que cultivan y pelan el arazá (oficito ya bastante dispendioso, lo dice la experiencia), o cuando es el chofer o el gobierno, o el cacique, quienes contaminan el aire porque nosotros somos simples pasajeros, o para que sean otros los que conviertan nuestros papeles sucios en pétalos de rosa, para nuestras sonrosadas sentaderas.
Pero la conversación con la conciencia no aparece ahí, con todo esta labor digna de aplausos y de reconocimientos, el tema comienza cuando aparece la posibilidad de que lo que en el fondo hay, y se hace, es propiciar una lejanía, distancia, o diferido, en la responsabilidad de los actos, un solazarse en la capacidad de negarse a tocar los agentes contaminantes (y volver a la eterna imagen del Poncio que se lava las manos, para que sean otros los que hagan el trabajo sucio, Joe), para pasar al plano de quien utiliza y usa lo que otros venden como redención de nuestra condición pecadora y banal. En cambio, se siente bien cuando hacemos el gasto (el apoyo, se dice) al restaurante que da trabajo a las madres cabeza de familia, o a los negritos esos que cultivan y pelan el arazá (oficito ya bastante dispendioso, lo dice la experiencia), o cuando es el chofer o el gobierno, o el cacique, quienes contaminan el aire porque nosotros somos simples pasajeros, o para que sean otros los que conviertan nuestros papeles sucios en pétalos de rosa, para nuestras sonrosadas sentaderas.
Bogotá, 2015
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