Creo que ha sido más una cuestión de agentes externos aquella de generar una gratuita desconfianza sobre aquellos escritores que desbordan, con su creación, la extensión del papel. La lógica del materialismo hizo de los bienes culturales una cuestión impermeable al intercambio y al artista, una especie de sujeto que debía imponerse a sí mismo la miseria y el hambre como garantía de la maestría de su producción artística. Es más, concebir al escritor como un ser de carne y hueso, que come, que elimina y que gasta dinero en productos, que va a un restaurante o a un centro comercial, era algo impensable.
La productibilidad, los medios, la globalización, pero antes de ello, Bertold Brecht y su apuesta por un teatro espectacular en todos los sentidos, el estético, el ético y el espectáculo, han hecho al artista revaluar los beneficios de su refractariedad ante el medio que lo rodea y el tiempo, histórico y social, de su contemporaneidad. Las últimas lecturas que tengo, y que me han permitido contemplar el giro de visión y posición que toma el arte, paralelo a las necesidades de su entorno, han sido de la mano de escritores como Haruki Murakami, Alessandro Baricco y, ahora, Michel Houellebecq, y han promovido en mí la posibilidad de que el artista se mueva con inteligencia por su hábitat; que se conserve fiel a su impulso como creador; que considere a su lector como un público necesario, y a que se puede vivir de su oficio. Es así como estos escritores no sólo han consolidado una extensa producción literaria (me gusta como suena lo de ‘producción’ y me uno a la concepción de Noé Jitrik sobre este punto), sino que, además, no han resistido la tentación de ‘contaminar’ su naturaleza literaria con otros lenguajes y expresiones artísticas (cine, fotografía, música), y se apuntan en la línea, cada vez más reteñida, de escritores desenfadados y despreocupados por la figura del crítico cada vez más alejado de su tiempo, del público y de su objeto de estudio, las expresiones artísticas.
Bogotá, 2011