Muchas veces incurro en errores que me llevan a confundir nombres con acciones hasta el punto de defender plenamente la equivocación. Estos lapsus no pasan del momento de su pronunciamiento y luego se convierten para mí en objetos de galería que poco o nada recuerdo; pero, ahora, que leo Sputnik, mi amor, de Haruki Murakami, vuelven a aparecer las defensas fallidas gracias a la confusión de Myû, mujer sofisticada que inserta a Jack Kerouak en el Sputnik en lugar de los Beatnik. La equivocación puede explicarse como una cuestión de sonoridad (grandes son los retruécanos de nuestra mente) y como una coincidencia numérica de siete letras (apelación a los juegos de palabras) que es la responsable de todo el meollo de la novela: la atracción de Sumire, jovencita de 22 años, por Myû, mujer diecisiete años mayor que ella.
En la orilla, por desventura, queda aquello que me seduce de la literatura oriental -por culpa de la redondez de la historia, por la estúpida necesidad de los escritores actuales de dejar la estela de la anécdota como garantía de lo escrito con la intención del ser literario-: lo sugerido, lo evocado, el sabor que poco a poco se despliega después de pasar el bocado completo, y, en esto, no me equivoco.
Bogotá, 2010.
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