Continuando con el mismo tejido de líneas abajo, me permito mencionar otro de los episodios o de las circunstancias que alteran mi tranquilidad cuando transito por las calles bogotanas, y que he vivido hace tan sólo una noche de manera simultánea en el momento en que salí de mi sitio de trabajo en búsqueda de un transporte para mi casa. Debo mencionar, para efectos de ambientación, que en horas de la tarde habíamos sufrido las inclemencias del clima de los últimos tiempos colombianos (un invierno que, siguiendo los términos periodísticos, “azota a la región”) bajo la forma de un tremendo aguacero con granizo y efectos pirotécnicos incluidos, cuestión ésta de la que debo dar fe a los testimonios que narraron el episodio porque yo estaba en la oficina sólo escuchando y poniendo un balde sobre la mesa en la que caía agua copiosamente mojando mis papeles, mis artefactos tecnológicos y los elementos que hacen parte del inventario de mi cubículo de trabajo. Bien, hecha esta contextualización, salí ya en las horas que están al filo entre el día y la noche a buscar un taxi que me llevara a mis aposentos. Lo primero que tuve que hacer para alcanzar la otra acera fue luchar con carros y motos para que dejasen pasar a una mujer en avanzado estado de embarazo, hay que ver lo retrechero que se vuelven algunos frente a este grado de ingravidez o de gravidez (¿?). Ya estando al otro lado, una señoritas y señores que caminan con un ego más grande que ellos, suponen que las sombrillas, a la altura de las cabezas, ojos, narices, cachetes, de los otros, no representan ningún peligro, y entonces tiene uno que sortear los pinchos de los artefactos que cuidan que sus tres pelos no se ensortijen después de haber durado una hora planchándolos y aguantándose el asqueroso olor a pelo chamuscado (ojo que ahora, en estos tiempos actuales, no se descarta la situación aplicada a los hombres. Y no es que esté en contra del acicalamiento masculino, no para nada, hasta me resulta atractivo eso de lo metrosexual); ah sin olvidar a los señoritos universitarios que asumen que ellos llevan la vía y que uno debe bajarse a la zona de los carros para que ellos pasen con sus morrales y sus inexistentes modales. Bueno, sorteado esto un poco y luego de encontrar una ubicación en el andén que no dé papaya a las sombrillas, ni a los señoriticos, ni a los charcos (porque de esto no he mencionado nada porque hay que esperar que lo empape alguno para acordarse de ellos), empieza uno a levantar la mano en busca de un taxi que ahora, como si no hicieran arte ni parte de la masa de servicio público, tienen el descaro de bajarlo a uno si la ruta no les sirve a ellos; pero no me crean desconsiderada y crítica, hay algunos decentes que le evitan la subida inútil con una bajada de vidrio seguida de la pregunta de “hacia dónde se dirige”. Habrase visto semejante cosa, mejor dicho hacen recorrido de buseta pero pagando el precio en oro. Después de tener que subir dos calles del lugar de los hechos y luego de dos intentos fallidos con las mismas características; es decir, pregunta que vale decir que nunca contesto, y bajada, logré tomar uno que me llevara a casa y entrar con un genio de los mil demonios que se disolvió apenas abrí la puerta y di a Andrés la respectiva queja. Hasta aquí otra aguafuerte bogotana.
Bogotá, 2011
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