jueves, 30 de septiembre de 2010
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Resistencia
martes, 28 de septiembre de 2010
Consideraciones mínimas
Algunos dicen que el vértigo no es otra cosa que el miedo que produce el deseo de caer. Tal vez, los miedos son, en el fondo, producidos no por el rechazo sino por el gusto, y nuestras resistencias, la mentira que nos decimos una y otra vez con la intención de volverla verdad.
Bogotá, 2010
lunes, 27 de septiembre de 2010
Los encuadres
[A propósito de la importancia de los puntos de vista] Una historia, cualquiera, alguien esperando en una esquina, a alguien o algo. La imagen en colores, o en blanco y negro. Tampoco importa. Lo que hace diferente el asunto es el encuadre, el modo en que la cámara se ubica en el espacio, revela planos y amplía la profundidad del campo.
Bogotá, 2010
viernes, 24 de septiembre de 2010
Una canción destemplada
Y quién ha dicho que yo, que dejo que otros me llamen « escritora », no pueda inventar palabras en el desatino, en el error gramatical u ortográfico. Yo, que lo que soy es una escribiente.
Bogotá, 2010
jueves, 23 de septiembre de 2010
miércoles, 15 de septiembre de 2010
Lecciones
martes, 14 de septiembre de 2010
Cést la nuit
andamos como Pedro por su casa.
Del humo del cigarrillo, colgamos
el recuento de los días,
las noticias olvidadas.
Bogotá, 2010
sábado, 11 de septiembre de 2010
Delirium Tremens
jueves, 9 de septiembre de 2010
Parte de la confusión
lunes, 6 de septiembre de 2010
La privatización del espacio público
Bogotá, 2010
sábado, 4 de septiembre de 2010
Acerca de los tiempos modernos
Minotauro
jueves, 2 de septiembre de 2010
El fetichismo de la memoria
Un incesante deseo de volver sobre lo vivido,
Un deseo enfermo por reconstruir la escena del crimen,
de volver sobre los pasos,
porque esa cosa que llaman «conciencia»
les produce un escozor parecido a la sarna.
Bogotá, 2010
miércoles, 1 de septiembre de 2010
Asuntos capilares
Mientras leo el artículo “Enloquecido por el pelo”, que aparece en la revista Carrusel, del 20 de agosto de 2010, a propósito del lanzamiento de Historia del pelo, del escritor argentino Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), pienso en mi fascinación y pelea con los asuntos capilares. Desde que mis manos tuvieron acceso a un par de tijeras o a una cuchilla, he experimentado con mi pelo toda suerte de estilos. No niego que he incurrido, las más de las veces, en el error; pero, por fortuna, el pelo vuelve y crece, así que la cosa no se hace inexorable. Lo bueno de ser la autora intelectual y material de los experimentos es que no se puede volver, en este caso, la tijera sobre uno mismo. Cosa distinta cuando el responsable es el peluquero, sobre quien caerá la fuerza de mis rencores más profundos.
A propósito de todo este pelo revuelto, me gustaría mencionar, también, el gusto liberador que provoca en mí la canción de Gloria Trevi, “Pelo suelto”, himno a la rebeldía y a la mecha descomunal —y hasta obscena— de la muchacha. Siguiendo la línea, mejor decir “el pelo”, vuelvo a “la raíz” para revelar, no para explicar, la razón de todo este enredillo o moño. Hace unos años, cuando la mención de la escritura superaba mi acción, escribí una novela fruto de mi obsesión por las peluquerías que, si bien no trataba del pelo en sí, si se esforzaba por rebujar en las relaciones que se tejen en dichos espacios y, sobre manera, en el comercio de información que todos conocemos como chisme. Si bien no he logrado mi cometido con la novela, género hacia el cual —en términos de escritura— siento insoslayable terror, sigo aguzando mis oídos ante el chin-chin metálico de la tijera.
Bogotá, 2010
Pynchon o el sobre-efecto
Tanto alboroto causa la no-identidad de Thomas Pynchon, neoyorkino, escritor de novelas, que su falta de rostro vende más que sus libros. En mi último año de pregrado en la Universidad Nacional, se paseaba un joven (espero yo que joven) delgado, vestido de traje, y con una bolsa de papel kraft en la cabeza. Lo único que se traducía “rostro” era el par de orificios que tenía como ojos. Repartía tarjetas con un correo electrónico para que uno le escribiera. Yo, con mi curiosidad impertinente, le envié un correo solicitándole algunas claves sobre su identidad. Nunca me contestó. Pensé en patearle el trasero por la inutilidad de su propuesta. Pensé en arrancarle la bolsa, pero eso sería demasiado frustrante; no para él (que poco me importa), sino para mi imaginación que ya había trabajado bastante en el juego de dar una nariz, un par de orejas, unos ojos, una boca y pelo, a su escondrijo.
Por eso es que no entiendo el alboroto que suscita la identidad secreta de Pynchon, la catalogación que hacen de su gesto como “acto de evasión”. ¿Evasión de qué? Hasta donde lo veo, no entiendo en qué puede radicar la evasión en un escritor. Así como el barrendero, barre; así como el cocinero, cocina; el escritor, escribe, y no anda por ahí, comiéndose el cerebro en asuntos de rostridad, cuando lo que le atañe es la palabra. Por eso es que, ahora lo pienso, el hombre-cabeza de bolsa no escribió respuesta alguna.
Bogotá, 2010