Tanto alboroto causa la no-identidad de Thomas Pynchon, neoyorkino, escritor de novelas, que su falta de rostro vende más que sus libros. En mi último año de pregrado en la Universidad Nacional, se paseaba un joven (espero yo que joven) delgado, vestido de traje, y con una bolsa de papel kraft en la cabeza. Lo único que se traducía “rostro” era el par de orificios que tenía como ojos. Repartía tarjetas con un correo electrónico para que uno le escribiera. Yo, con mi curiosidad impertinente, le envié un correo solicitándole algunas claves sobre su identidad. Nunca me contestó. Pensé en patearle el trasero por la inutilidad de su propuesta. Pensé en arrancarle la bolsa, pero eso sería demasiado frustrante; no para él (que poco me importa), sino para mi imaginación que ya había trabajado bastante en el juego de dar una nariz, un par de orejas, unos ojos, una boca y pelo, a su escondrijo.
Por eso es que no entiendo el alboroto que suscita la identidad secreta de Pynchon, la catalogación que hacen de su gesto como “acto de evasión”. ¿Evasión de qué? Hasta donde lo veo, no entiendo en qué puede radicar la evasión en un escritor. Así como el barrendero, barre; así como el cocinero, cocina; el escritor, escribe, y no anda por ahí, comiéndose el cerebro en asuntos de rostridad, cuando lo que le atañe es la palabra. Por eso es que, ahora lo pienso, el hombre-cabeza de bolsa no escribió respuesta alguna.
Bogotá, 2010
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