Alan Pauls
Mientras leo el artículo “Enloquecido por el pelo”, que aparece en la revista Carrusel, del 20 de agosto de 2010, a propósito del lanzamiento de Historia del pelo, del escritor argentino Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), pienso en mi fascinación y pelea con los asuntos capilares. Desde que mis manos tuvieron acceso a un par de tijeras o a una cuchilla, he experimentado con mi pelo toda suerte de estilos. No niego que he incurrido, las más de las veces, en el error; pero, por fortuna, el pelo vuelve y crece, así que la cosa no se hace inexorable. Lo bueno de ser la autora intelectual y material de los experimentos es que no se puede volver, en este caso, la tijera sobre uno mismo. Cosa distinta cuando el responsable es el peluquero, sobre quien caerá la fuerza de mis rencores más profundos.
A propósito de todo este pelo revuelto, me gustaría mencionar, también, el gusto liberador que provoca en mí la canción de Gloria Trevi, “Pelo suelto”, himno a la rebeldía y a la mecha descomunal —y hasta obscena— de la muchacha. Siguiendo la línea, mejor decir “el pelo”, vuelvo a “la raíz” para revelar, no para explicar, la razón de todo este enredillo o moño. Hace unos años, cuando la mención de la escritura superaba mi acción, escribí una novela fruto de mi obsesión por las peluquerías que, si bien no trataba del pelo en sí, si se esforzaba por rebujar en las relaciones que se tejen en dichos espacios y, sobre manera, en el comercio de información que todos conocemos como chisme. Si bien no he logrado mi cometido con la novela, género hacia el cual —en términos de escritura— siento insoslayable terror, sigo aguzando mis oídos ante el chin-chin metálico de la tijera.
Bogotá, 2010
Mientras leo el artículo “Enloquecido por el pelo”, que aparece en la revista Carrusel, del 20 de agosto de 2010, a propósito del lanzamiento de Historia del pelo, del escritor argentino Alan Pauls (Buenos Aires, 1959), pienso en mi fascinación y pelea con los asuntos capilares. Desde que mis manos tuvieron acceso a un par de tijeras o a una cuchilla, he experimentado con mi pelo toda suerte de estilos. No niego que he incurrido, las más de las veces, en el error; pero, por fortuna, el pelo vuelve y crece, así que la cosa no se hace inexorable. Lo bueno de ser la autora intelectual y material de los experimentos es que no se puede volver, en este caso, la tijera sobre uno mismo. Cosa distinta cuando el responsable es el peluquero, sobre quien caerá la fuerza de mis rencores más profundos.
A propósito de todo este pelo revuelto, me gustaría mencionar, también, el gusto liberador que provoca en mí la canción de Gloria Trevi, “Pelo suelto”, himno a la rebeldía y a la mecha descomunal —y hasta obscena— de la muchacha. Siguiendo la línea, mejor decir “el pelo”, vuelvo a “la raíz” para revelar, no para explicar, la razón de todo este enredillo o moño. Hace unos años, cuando la mención de la escritura superaba mi acción, escribí una novela fruto de mi obsesión por las peluquerías que, si bien no trataba del pelo en sí, si se esforzaba por rebujar en las relaciones que se tejen en dichos espacios y, sobre manera, en el comercio de información que todos conocemos como chisme. Si bien no he logrado mi cometido con la novela, género hacia el cual —en términos de escritura— siento insoslayable terror, sigo aguzando mis oídos ante el chin-chin metálico de la tijera.
Bogotá, 2010
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