Las manos del escritor se sostienen, sobre la hoja, gracias a un artilugio. La cosa se complica cuando se recurre al teclado de una máquina de escribir o de un ordenador. El reto para quien fabrica el objeto de movimiento es encontar la fuerza exacta de oprimir cada tecla sin que los mecanismos se enreden con los dedos o con las piezas metálicas o plásticas. Más terrible aún es que el nivel de sutileza, el impulso de cada uno de los golpes, sea tan fascinante y formidable para que el escritor no albergue la mínima sospecha de que alguien extraño a él oprime la tecla.
Bogotá, 2011
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