En la soleada tarde de este lunes, último festivo de tres que fueron seguidos, me encontré ―mientras caminaba por el barrio con un viejo amigo de universidad― con una sillita, de esas que no pueden esconder haber sido algo. Al verla, tuve que cargar con ella hasta casa. De igual modo (y con el perdón de ciertas susceptibilidades), entró a ser parte de esa colección de objets trouvées que últimamente asaltan mi vida. Mi amigo me preguntó qué iba a hacer con ella. Como es usual en mí, no supe qué responder. Pero más tarde, me dediqué un buen tiempo a buscar color y material originales mediante la eliminación de la pintura con una lija. Mientras lo hacía, pensaba en la recurrencia de mi padre por las sillas. Siempre llegó a casa con alguna otra, nueva o rezago de alguna mudanza de oficina. Cuando el espacio se agotó buscó llenar a sus queridos “Nemocón” y “El Ocaso”, con «apoyahumanidades» de todo estilo, color y material. Las veces que iba me dedicaba a esconder algunas cuantas pero más rápido era el reclamo porque cada una de ellas significaba, para él, la posibilidad más real de ver el paisaje desde un ángulo diferente.
Bogotá, 2009
Bogotá, 2009
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