Cuando pequeña, había en la biblioteca de mi padre un libro, ilustrado, sobre la historia de un equilibrista. Recorría los dibujos, manieristas, con la misma delicia con que pasaba las páginas de un tomo ilustrado y adaptado para niños de El Quijote, mientras pensaba en lo difícil que resulta avanzar, paso a paso, por un hilo amarrado de un lado a otro. Luego, más adelante, en la época de gran oscuridad que representan para mí los años escolares, sufrí -dos veces por semana- la insufrible clase de gimnasia y el paso por la barra de equilibrio. Esta tortura fue incrementada gracias a la experiencia que viví, una tarde a la salida del colegio, del sonido seco y contundente provocado por la caída de una niñita, piernas abiertas, sobre una barra confeccionada con una rama de eucalipto y dos troncos, que las monjas consideraban, creo yo, como objeto adecuado para entretener a las jovencitas.
Solo hasta 2008, pude reconciliarme con la figura del equilibrista de mi infancia no solo por mis paseos por las calles porteñas que implicaban toda un despliegue de maniobras para el transeúnte, sino porque en el estante de la biblioteca de Literatura argentina de la 25 de mayo en Buenos Aires, me topé con un libro de ensayos de Andrés Neuman (1977), titulado El equilibrista, propuesta de un recorrido por la vida cotidiana, la escritura y la literatura, la estética y el arte, desde el ejercicio que implica renunciar a poner los pies sobre la tierra, y que traigo a colación, justo ahora, cuando pienso en la insoslayable presencia y necesidad que tenemos todos los seres humanos de sentir, de vez en cuando, el hilo tenso en las plantas de los pies.
Bogotá, 2010
1 comentario:
También está "Para un funámbulo" de Jean Genet.
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