A los ángeles caídos nadie los escucha. Enredadas entre la miseria de la gente que pasa por su lado, sus alas van a parar a las esquinas. Allí se amontonan como papeles abandonados o como pedazos de metal que todavía creen en la esperanza de su brillo. Los ángeles persiguen por un rato sus alas, pero se distraen con el reflejo tornasolado de una pluma. Entonces cambian su rumbo y terminan sentándose en las escalinatas de algún edificio o de una iglesia. A veces tocan a las puertas de las casas, pero el sonido es acallado por los pitos y los motores de los carros, o por los gritos y risas de la gente en las casas.
Bogotá, 2010
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