Con un buen diseño de portada del cual se puede reseñar el acierto de haber empleado la misma imagen que identifica a la maestría (una mesa antigua) se pasa a un interior de no tan feliz acierto. Un tipo de letra demasiado pequeña y demasiado comprimida va en contravía con la emoción que implica una primera muestra de los pupilos por parte de la Universidad Nacional de Colombia. Verdadera lástima porque más que en economía de recursos o en avaricia se piensa en lichiguería por parte de la Institución. Como se dice, entre hacer una cosa mal o no hacerla, mejor quedarse con el no hacer.
Algo más profundo tiene que ver con el estilo de los cuentos, con su estructura narrativa y con la propuesta estética que se teje en ellos. Al respecto, tengo que decir -y tal vez con un gesto algo volantón de mi parte- que me sentí leyendo seis cuentos de un mismo autor. Esta observación es muy grave si se trata de responder de forma retorcida a la eterna pregunta sobre la posibilidad de enseñar a escribir y se cuestiona acerca de la manera en que profesor o tutor debe entrometerse en el proceso de creación de un otro que no es sí mismo. Como parte de mis inclinaciones más oscuras y de mis incursiones más eclécticas, he tenido que mirarme en el espejo de dicha pregunta y he tenido que vivir la angustia de intervenir en la escritura de otros, como lectora y como tallerista, alejándome de la tentación de reproducir en el texto ajeno el texto propio. No sé hasta qué punto lo haya logrado, pero quiero creer que he sido idónea al respecto y que también he encontrado a lo largo de mi camino de la práctica creativa, maestros y tutores que han respetado la respiración propia de mi mano y de mi gusto estético.
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