miércoles, 5 de marzo de 2014

Sobre la permanencia de las impresiones

Contrario a lo que se pueda suponer, contrario a la lógica de la permanencia, son las experiencias derivadas de las primeras impresiones, las que conservo en el banco de la memoria. Aquello que catalogo como recuerdo, aquello que moldeó lo que he sido, lo que soy y lo que seré, proviene de situaciones puestas en mi vida y que no requirieron de mí acción alguna; es decir que no anunciaron su llegada o su visita, que se juntaron a mi cuerpo sin decir su nombre. Y he aquí la clave del asunto. La mayoría de los surcos, de las líneas y de las intersecciones que me constituyen, provienen de experiencias sensoriales que buscaron mis oídos o mis manos, o mi lengua, o que se toparon con ellos, de forma accidental: el olor de un salón del jardín, un lunes a primeras horas de la mañana; el aroma que se escapó de la lonchera en el patio del colegio; las marcas de esferos, compases y cuchillas depositadas en los pupitres; la suavidad de la manito de Amelia; el sabor indefinible de las gomitas revueltas con el calor de la mano, o el gusto de un beso producto (r) del enamoramiento; el recuerdo de las ciudades no por sus placas o por sus calles o por sus monumentos sino por ese olor que me recibe, o por los sonidos que arrojan sus calles. Todas estas experiencias, asociadas al accidente de la impresión, son en últimas, y en primeras, mi totalidad.

Bogotá, 2014

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